Era miércoles 29 de enero y la tarde había abierto lo suficiente como para que no temiéramos una lluvia que había estado amenazando toda la mañana con posponer el encuentro. Estábamos sentados en una cafetería de Puerta Nueva cerrando los detalles del manuscrito de su nuevo libro, ese que sin querer me había hecho anhelar desde el día en que me enseñó sus fotos junto a Fidel Castro, Yaser Arafat o Nelson Mandela, entre otras muchas.
Y es que estas líneas que le dedico no abordaré su legado político, cuestión sobre la que en apenas 48 horas se ha hablado mucho y muy bien. No incidiré tampoco en la «molesta» excepción que Julio Anguita ha supuesto siempre para todo aquel que reía con escepticismo al introducir la palabra «honradez» en una frase en la que «político» era el sujeto; eso lo dejo para los miles de ciudadanos que hoy tienen una reveladora historia que contar sobre el día que se toparon con él, y decidieron acercarse a estrechar una mano que siempre ofrecía de igual a igual. Tampoco aprovecharé este altavoz que me ofrecen los compañeros de Cordópolis para presumir de la amistad que nos ha unido durante tantos años, en este asunto, los lectores permitirán que la atesore para mí.
Llevábamos bastante poco vivido en el mundo editorial cuando Julio decidió confiarnos aquel manuscrito —para él su quinto libro— en el que había ido plasmando día a día, artículo a artículo, sus columnas de opinión de entre los años 2008 y 2011, y que vería la luz, como ya he dejado entrever antes, bajo el título Combates de este tiempo. Ni que decir tiene que superó todas nuestras expectativas: ocho ediciones agotadas en menos de un año y una exitosa gira de presentaciones que llevó al equipo por todo el Estado español. El editor de Bandaàparte, Antonio de Egipto Suárez —por entonces director de publicaciones de El Páramo—, recordaba ayer mismo en Facebook aquel periodo como «una etapa realmente increíble, de las mejores de mi profesión como editor» en la que conoció «el respeto que tanta gente te tenía».
Tan solo dos años después vería la luz Conversaciones sobre la III República, un valiente aunque reflexivo proyecto ideado por la compañera Carmen Reina en el que se sentaban las bases de un posible proceso de cambio hacia el nuevo sistema de gobierno, y que el propio Alberto Garzón describió como «un trabajo de formación política, de repolitización de una sociedad que ha despertado»; un libro con el que también recorrimos toda la península y que, desde hace unos meses, vive una segunda juventud, algo que demuestra la vigencia —si no la atemporalidad— del pensamiento de Julio Anguita.
Como editor, a Julio Anguita no solo le debo la mayor admiración; su memoria requiere también —y sobre todo— de mí, de nosotros, la mayor honestidad, y siendo prosaicos, sus libros nos hicieron crecer y convertir en realidad la utopía que era sostener una editorial. Incluso el más ajeno a este «mundillo» puede afirmar sin titubear que su voz tiene peso de sobra como para ser recogida por los grandes sellos que todos conocemos. Y así es y me consta que esto se le ofreció en innumerables ocasiones, pero él no estaba interesado en cifras ni en aparatosos escenarios, ni tampoco se arrogaba de esa falsa modestia con la que algunos entregan obras menores a sellos pequeños para que subsistan de las migajas. Julio nos confió aquellos dos maravillosos libros por el —para él— decisivo hecho de encontrarnos comprometidos con las ideas que sus páginas destilaban de forma clara y brillante, y la tranquilidad de saber que no moveríamos ni una coma. Para eso, el minucioso de Julio también se encargaba de entregar cada manuscrito sin una sola errata.
Esa tarde gris ha regresado a mi memoria tras la pérdida de nuestro autor, nuestro camarada, nuestro amigo, Julio. Un miércoles de enero a la lorquiana hora de las cinco de la tarde en el que, como siempre, nos despedimos con un abrazo y me dijo: «nos vemos pronto».
Hoy, sentado en mi escritorio, sostengo ese pendrive entre los dedos, algo que muchos considerarían un suculento regalo, pero que para mí y el equipo editorial no es sino una enorme responsabilidad, un privilegio —cariñosamente— envenenado al que no nos atrevemos, aún con la memoria secuestrada por la añoranza, ni a poner título. He recordado algo que dijo precisamente cuando, tras entregarme aquel pendrive, intentaba sonsacarle al menos algún nombre provisional sugiriéndole que resumiera en una frase lo que había estado haciendo estos últimos años. Entonces, soltó sin más: «Vivo como hablo».